Tiré de su manga. Sólo le pedía una moneda, un par de pesos. No esperaba conseguir nada con mi cara de buenachón y mi mirada perdida, los occidentales parecían ser inmunes a la tristeza. Pero me ofrecí a limpiarle sus botas, sucias del polvo levantado durante su largo viaje. Y él accedió.
Nuestras miradas se cruzaron varias veces. Empecé a hablarle de Jechvó, y la expresión de su rostro se fue relajando cada vez más. Ya no estaba de pie, mirándome desde las alturas, ni yo limpiaba sus botas. Se agachó a mi lado y se sumergió en mi historia, en mi mundo. Todo a nuestro alrededor parecía carente de sentido, se desvanecía.
Todo menos Jechvó, ese fue el lugar que nos uniría para siempre.